Vamos a platicar un poco sobre este enfoque tan discutido de los animales y los mundos no-científicamente-comprobados, digamos.
Empiezo por aclarar, como suelo, mi postura. Yo soy muy científico, por eso creo en los fantasmas.
Seguramente el escéptico me dirá que mientras más ciencia menos creencia, pero temo desilusionarle. El que no cree, o no acepta la posibilidad de la existencia, lo hace muchas veces por negación o por evasión, no por «apegarse a la ciencia».
La generalidad de la ciencia, ya no se apega a eso de «lo que no hemos comprobado, no existe». Al contrario, un buen científico suele decir «lo que no hemos comprobado, es porque nos falta investigarlo más». Por ello es una contradicción y un muy débil argumento decir que la ausencia de pruebas es en sí la prueba misma.
Hace 200 años, se descubrió que toda la materia estaba formada por átomos. Ya era una gran descubrimiento y se creía que era total e irrebatible. Cuando se pensó que había algo más pequeño aún, los «científicos» escépticos veían esta posibilidad como «creer en fantasmas atómicos». Es decir, era pura fantasía.
¿Sabías que el descubrimiento de los protones, neutrones y electrones no tiene más de 110 años? Vaya, el Cine se inventó antes de que nos enteráramos de estos pequeños «fantasmas» que nos rodean por billones. Actualmente la ciencia está tratando de explicarle a la gente la existencia de la «Antimateria» que se supone, nos rodea y cruza todo el tiempo sin que la podamos ver. ¿Has oído hablar de la «partícula de Dios»? Bueno, es un nombre dado a cierta antimateria que se busca comprobar con mucha insistencia, tanto, que se construyó una mega máquina para ello, por debajo de un pueblo entero, en la frontera de Suiza y Francia.
Así, la verdadera ciencia, el verdadero científico inquieto, no puede parar en algo porque «no existe», debe dejar la puerta abierta porque es sólo algo que «no se ha comprobado».
Por eso creo en fantasmas y esas cosas. Porque creo en Lavoisier y Dalton que dijeron: «La materia no se crea ni se destruye, sólo se transforma». Si un cuerpo (humano o animal) muere ¿Qué pasa con toda su energía, la que recorre su cuerpo todos los días? ¿A donde va? La ciencia dice que no puede simplemente «desaparecer», ¿no? ¿Anda flotando en el aire? ¿Nuestra atmósfera está sobrecargada de energía después de miles de billones de muertos? ¿Cae sobre algo o alguien?
Por otro lado, nosotros nos apegamos comúnmente a algo que le llamamos «intuición». Creemos que «adivinamos» ciertas cosas, ciertas intenciones, razones o culpas. Creemos que podemos «sentir» cuando alguien nos miente, cuando alguien planea algo malo o cuando carga la culpa de haber hecho algo indebido. Le decimos «vibra», «intuición». No es algo necesariamente mágico. La cosa es que somos -en mayor o menor medida- sensibles a los cambios químicos que nuestro cuerpo tiene ante cada actitud o idea, partiendo del cerebro. Así es como funcionan los polígrafos, o detectores de mentiras, midiendo ciertas reacciones químicas y cerebrales.
Bueno, ahora tomemos en cuenta que el hombre es el animal más insensible del planeta. Como ha desarrollado tanto su cerebro para fabricar herramientas que lo ayuden, no necesita evolucionar ni mejorar su organismo. Nuestros ojos no se están haciendo más fuertes, porque nos estamos acostumbrando a los lentes. Nuestro oído no se hace más agudo, porque tenemos aparatos auditivos. Lo mismo la piel, el estómago, el olfato. Todo es de muy mediano alcance, porque nuestro cerebro y sus ideas se encargan de solventarlo. Pues resulta que los animales no.
Como no tienen de otra, los animales van mejorando ciertos sectores de su organismo para ayudarse a sobrevivir.
Los perros tienen un olfato increíble, un oído muy poderoso y una memoria fantástica en tanto reconocer estos hechos. Por eso saben antes de los temblores, pues sienten la vibración de la tierra cuando es diferente, pero tan ligera que aún nuestros sismógrafos no la han sentido.
Tambien gatos, aves, roedores, serpientes, peces… vaya… todos los animales tienen distintas mejorías.
Si juntamos ambas cosas, tan científicas como mi planteamiento lo permita, podemos suponer mejores respuestas para los enigmas fantasmagóricos animales.
Yo creo -y ahora sí es sólo mi creencia- que mis 5 hijos peludos saben identificar lo que está más allá de la comprensión humana. Vaya, creo que pueden ver fantasmas. A lo mejor no siempre son corpóreos, no siempre son personas flotando las que ven. Creo que a veces sienten la energía de alguien más, una ráfaga de calor o frío que no corresponde al clima, una fuerza que ronda sin control o con algún tipo de intención.
Tengo mis elementos para creer eso.
Mi hijo Choco solía sentarse frente a la foto de mi Papá, al que no conoció. Fue el primero de mis hijos y el que me ayudó a salir de la tristeza que fue la muerte de mi padre… y parecía buscarlo con mucho afán. Muchas noches desperté a su lado, mientras él estaba sentado, con las orejas relajadas y la cola en movimiento, viendo a la ventana abierta. Cuando me oía mover, sólo volteaba, con una expresión que parecía decirme «todo está bien, yo vigilo».
Cuando llegó la segunda, Becky, ambos se turnaban. A veces uno se iba a la sala, para acostarse en el sillón viendo a la nada, mientras el otro me acompañaba. La tercera, Kika, juega «sola» en las tardes. Se pone a girar como loca y parece corretear un ratón invisible. Lady suele acostarse en mi estómago o en mi cabeza cuando me duele, pero siempre viendo hacia la puerta, como si supiera que debe vigilar porque no estoy en condiciones de defenderme yo. El más reciente, Chin, aún no conoce a los fantasmas de mi casa, por eso sólo los vigila, especialmente cuando están el rincón de la sala, junto a su cama… en donde, claro, mis ojos no ven nada.
Yo he tenido, como todos, días negros, blancos y multicolores. Ellos saben perfectamente cómo reaccionar. No son especialmente traviesos cuando estoy enojado o harto. Son más juguetones cuando mejor vengo y comprensivos cuando estoy alicaído. Es algo similar y conectado con la visión fantasma. Quizá no formulen lenguajes o usen herramientas, pero siempre parecen estar un pasó más allá de lo que nosotros consideramos «lógico».
En ciertas noches, cuando hablo a solas con Papá, Choco sigue sentándose a mi lado, viendo al frente. Se acuesta después de un rato, volteando a mí cada cierto tiempo, revisando que todo vaya bien.
A esto le añado mis creencias multiculturales:
Creo que Dios no permitiría que estos seres tan maravillosos desaparezcan, y mucho menos que me abandonen. Por eso creo que Skipy, el primer perro de mi infancia, aún ronda mi cuarto de repente. Creo que junto con estos 5 (y quién sabe cuantos más en un futuro) de los que un día tendré que despedirme, me esperará en ese túnel con la luz al fondo, del que saldremos todos juntos para después cruzar el inframundo, quizá el purgatorio, cruzaremos el río Estigia a puro nado (no creo en el payaso de Caronte) y caminarán a mi lado en el Mictlán. No se separarán de mí ni cuando llegue a las puertas de mi última morada (juro que me esfuerzo porque sea el Cielo) y Dios los convertirá en Ángeles que se quedarán conmigo eternamente… (Bueno, está bien, se los prestaré un rato a mi madre, mi hermana y mi papá, el que seguramente para entonces, ya tendrá «vara alta» allá)
Creo en fantasmas porque soy científico. No soy tan soberbio para creer que esto es todo lo que hay. Y creo que mis mascotas saben más de eso, nomás que aún no me quieren contar.
P.D. A todos aquellos que disfrutan la literatura de terror, y aman a los perros, les recomiendo «El traje
del Muerto» (The Heart-shaped Box) de Joe Hill. Aunque hay que asustarse un poco y llorar tantito, dormirán más tranquilos que nunca teniendo un perro a su lado. Y si quieren algo más leve, el cómic de El Hijo del Santo, presenta un adorable Xolo con tipo de Chihuahua, Xico, el que no es otra cosa más que encantador. Este último seguro lo encuentran en la tienda Santología, de la Condesa (y no me pagaron por el comercial, jeje).
Nos leemos pronto y abracen con cariño en su corazón a todos sus muertos, hoy y siempre.


























