El día de hoy, agradeciendo los comentarios que cibernautas nos hacen llegar cada día, les quiero compartir una parte de mi vida que, aunado a lo que trabajar para Red Animalia me ha enseñado, puede resultar muy útil para comentar con quienes no están del todo convencidos de las ventajas de amar a los animales.
Pero la intención no es darle mi opinión sólo a quien tiene hijos. También a quien tiene un hermano, un primo, sobrino, nieto o amigo. A todo el que conoce a un niño que justo ahora está descubriendo las razones para ser feliz.
La intención es platicarles una de mis razones de mayor peso para unirse a nuestra permanente lucha por hacer de este planeta, un mejor lugar para los animales, lo que poco a poco hará por fuerza un mejor lugar para los seres humanos.
Hoy mi padre cumpliría 60 años de edad.
Desafortunadamente, está también por cumplir 7 de haberse despedido de su forma física. Para muchos, si no todos, quienes lo conocimos, se fue muy pronto. Se fue especialmente joven para ser alguien cuya única filosofía inamovible era:
«La sonrisa es primero».
Mi padre fue uno de esos inusuales híbridos, mezcla entre un Boy Scout y un Ejecutivo. Trabajó toda mi vida consciente como Gerente en varias empresas, pero siempre llevaba por dentro un profundo amor por las cosas gratuitas del mundo: besar a su mujer, estar con su familia, reír con sus amigos, jugar con sus hijos, salir a pasear con sus perros.
Literalmente perteneció a esa, cada vez más escasa, raza de niños exploradores, que al tiempo que aprendieron el valor de un 10 en matemáticas, sabía hacer un nudo ciego, prender una fogata sin encendedor y ubicar el norte con sólo ver el musgo en la base de los árboles.
Nació en una casa cómoda, planeado y deseado, como sus otros 4 hermanos, pero resultó de alguna forma, el adolescente rebelde de todas las historias. No compartía la férrea disciplina para el estudio de su hermano mayor, pero mi abuelo tenía sobre él las mismas expectativas. Si bien jamás reprobó una materia, combinaba la escuela con su amor por los deportes, por acampar y por las cosas manuales, como la carpintería.
Sobre todo lo primero, nunca fue bien visto por su padre, quien equiparaba al basquetball, que tanto adoraba papá, con «vagancia». Mi padre llegó a ser seleccionado de esa «vagancia» por la Prepa 6 para el torneo nacional, al que nunca acudió, pues mi abuelo lo encerró en su cuarto la noche anterior mientras dormía, hasta pasadas las 10 de la mañana, hora en que el camión de la Selección saldría hacia el torneo.
Aún con todo eso, no recuerdo a mi padre como un hombre de rencores, y él nunca recordaba al suyo con dolor. Lo recordaba como un hombre de otra generación y otra educación, al que entendió tiempo después y al que perdonó casi de inmediato.
Seguro por ello es que fue el maravilloso padre que resultó ser. Jamás nos presionó, a mi hermana o a mí, a hacer algo que no quisiéramos, mientras apoyaba cualquier locura (especialmente de su servidor), por temporal y efímera que esta fuera.
Pero por encima de todo, siempre apoyó la filosofía que les comenté al inicio: la sonrisa es primero.
Decía que si algo NO nos hacía felices, no debíamos considerarlo una prioridad. Por supuesto debíamos saber identificar la diferencia entre «no me hace feliz» y sencillamente «me da flojera», por lo que hacer la tarea no estaba en negociación. Pero si cumplíamos con nuestro deber, mi querida hermana y yo eramos libres de hacer lo que quisiéramos.
Claro, él también lo era, por eso me compró un Atari 2600 cuando había salido el Super Nintendo. Se resistía a darme las «opciones de moda» cuando consideraba que estas me enclaustrarían en mi cuarto (cosa riesgosamente cierta). Por eso antes de un videojuego, se la pasó enseñándome todo lo que como Boy Scout lo entretenía. Me enseñó a diferenciar una hortiga venenosa de una enredadera, a identificar a las arañas venenosas de las inofensivas, me enseñó el truco del musgo para orientarme… y sobre todo me enseñó la maravilla que implicaba un organismo vivo.
Pasamos varias tardes leyendo libros sobre perros o aves. Me llevó un video (sí claro, en Beta) de Larry Casanova, el «Encantador de perros» de mi infancia, el que corrió tanto que se desgastó la cinta. Me acompañó a recolectar Hormigas Rojas para hacer mi colonia (unas 20 veces, porque nunca recolecté a la Reina). Me compró tortugas japonesas desde los 3 años y canarios a los 5. Cuando vivimos en un pueblito en Jalisco, me dió un Husky Siberiano que murió de parvovirus y a la semana de eso trajo un Pastor Alemán que estaría conmigo los siguientes 8 años de mi vida. Al mismo tiempo me dejó comprar 3 hámsters, salvar a un pollo que corría por la calle y mantener a mi tortugota «Leonardo».
Una mañana amaneció un perro mestizo enano bajo su auto y me dejó sumarlo a la heterogénea manada. Con Skipy, el mestizo Bunyip, Leonardo, mis 3 hámsters y 1 pollo, me hizo olvidar los videojuegos. Pero sobre todo, me enseñó que la felicidad estaba ahí, en mi casa.
Mis primeros desencuentros amorosos los sobrepasé en el patio, llorando junto a Skipy y Bunyip. Lo que hubiera sido mi primer encuentro con un asaltante, se frustró cuando este se dio cuenta que iba paseando a mi Pastor Alemán. En mi cumpleaños, el 25 de diciembre y el 1 de enero, Papá dejaba dormir a Skipy en mi cama, como «regalo» furtivo (por que mi mamá ni cuenta se daba).
Cada que le platiqué de algún perro callejero, me alentaba a que lo ayudara, como aquella perrita Sharpei que encontré en CU en muy mal estado y que murió una semana después en la sala de mi casa.
Un día de Noviembre de 2003, papá se fue, tras pelear sólo 3 meses contra una de esas enfermedades invasivas.
Casualmente, esos días eran parte de una época en mi vida sin animales cercanos.
Papá vivía con mi madre en Monterrey, por su trabajo, mientras mi hermana y yo vivíamos aquí, por la Universidad. Por alguna razón yo había ido olvidando el valor de la presencia animal en mi vida y estaba muy concentrado en la escuela y los nuevos trabajos.
De nada sirvió el éxito profesional, el académico o el económico. El golpe fue devastador y por poco, también para mí, mortal. Perdí a mi padre, me convertí en el «hombre de la casa» y estaba más solo que nunca.
Mis amigos y familiares me apoyaron, claro, pero al regresar cada noche a mi cuarto, era como sentarme en medio de una caverna gigantesca, oscura, vacía. Era esa soledad que duele, que ahoga, que te aterra y te grita en los oídos hasta que te quedas dormido.
Y entonces… tras casi 15 meses de vivir así, un día apareció un Labrador Chocolate que buscaba hogar. En cuanto lo ví a los ojos nos reconocimos. Sabíamos que nos habíamos encontrado después de años de buscarnos sin conocernos. El mismo día lo subí a mi auto, sin temor a manejar con un perro grande al lado. Él se sentó como si siempre hubiera viajado con la cabeza en mi hombro.
Recordé poco a poco, casi de manera inconsciente, que la felicidad estaba ahí, que «la sonrisa es primero». El hueco que había dejado mi padre se fue llenando, pero no con la presencia de Choco, sino con el recuerdo de lo mejor que me había dejado Papá: la felicidad gratuita. Ver a mi perro al despertar cada mañana me hacía sonreír casi en automático, salir a caminar con él me daba
ganas de empezar el día. Tenía con quien platicar cada noche y a quien abrazar antes de dormir.
Dos años después llegó a mi vida una perrita mestiza, le siguieron una tortuga, otra perra mestiza, una poodle, otra tortuga y, hace un par de meses, un chihuahua.
¿Se necesitan 5 perros y dos tortugas para ser feliz? No, claro que no, depende de cada uno, el número ya fue exageración mía,. Lo que sí resulta muy importante es fincar la felicidad en algo que valga más la pena que el dinero, las fiestas, el trabajo o el éxito profesional.
Claro que no es malo el esfuerzo por un gran trabajo, por un mejor puesto o por un mejor sueldo… pero honestamente no es nada sano que sea ESA la razón de la felicidad. Sobre todo, porque muchas de esas cosas no dependen de nosotros mismos únicamente.
En este mundo, es cada vez más complicado ese mal llamado «éxito». Condicionar a alguien a buscarlo mientras se busca la felicidad, es condenarle a una presión absurda, así como a una estadísticamente riesgosa depresión. Hay que hacer algo que amemos, o aprender a amar lo que ya hacemos, si con ello viene el aplauso, el reconocimiento o el dinero, será un extra que agradecer, pero hay que dejarle la felicidad a las cosas gratuitas de la vida.
Si una persona puede ser feliz al lado de otra, sentada en un parque, platicando, ESO es éxito.
Si el gesto de un niño al descubrir las cosquillas te hace feliz, ESO es éxito.
Si la mirada de un perro por la mañana te hace feliz, ESO es éxito.
Si te hace feliz ver un gato jugando, una tortuga siguiendo tu dedo tras el vidrio, un ratón comiendo una semilla, un pez payaso escondiéndose, dos aves cortejándose… ESO es éxito.
Eso me lo enseñó mi padre, y fue el regalo más grande que me pudo hacer. Mi días más oscuros existieron cuando lo olvidé y la luz regresó de la mano de un perro café.
Ojalá todos tengan la oportunidad de ser así de felices. Se los deseo de todo corazón.
Y hoy a 60 años de haber nacido, digo lo que quizá debí decir cuando me escuchaba físicamente (porque su energía seguro sigue rondando por aquí):
Estimado Paco… GRACIAS por compartir esta hermosa historia que me hizo llorar… qué suerte que tuviste un papá tan maravilloso… y bueno, por una parte qué bueno que el está en un mundo mejor… como mi mamá…
Gracias por compartir tus sentimientos… me da mucha felicidad también ver a mis perros al levantarme en las mañanas!!! Gracias PAco!!
Gracias a tí Natalia, por seguirnos y por tu precioso comentario. Y sí, me tardé en entender que la friega está acá abajo, mi padre como ya había cumplido con lo suyo, se retiró con honores.
Muchas gracias nuevamente.
Wow!! Hermosa historia!! Gracias por compartirla….uufff la he leido muchas veces en este momento estoy con mi «angelito con patas» lo abraze tanto Sabes yo tambien tengo exito y le doy gracias a Dios por ello ese es el verdadero exito te felicito por llevar a cabo las lecciones d tu papa el esta en cada sonrisa q das La sonrisa del exito verdadero. Saludos!
Muchísimas gracias por tus palabras Pilar. Creo que ahora me comporto así porque es la única forma que conozco. Te felicito por tu éxito, ¡ahora contagia a cuanto se deje con él!