Hay muchas personas que consideran «exagerado», «extremista» o «sólo escandaloso» cuando hablamos de la conexión entre maltratar animales y convertirse en una persona violenta.
Si bien es cierto que el hecho de maltratar un animal no es un indicador obligado de que la persona que lo hace será una persona violenta con otros seres humanos, el muy alto índice de personas que sí cumplen esta relación, debería ser suficiente para encender las alarmas. Especialmente cuando hablamos de niños y adolescentes, estos sectores de la población tan propensos a ser influenciados por los muchos factores que le rodean, y diseñar en esa etapa, la personalidad que les acompañara (y traerá éxitos o fracasos) el resto de su vida.
Para ello compartimos una explicación un poco más sencilla de por qué el golpear, mutilar o matar a un animal, y disfrutarlo o no sentir remordimiento, puede ser tan grave para un ser humano.
Nuestro cerebro trabaja de formas muy complejas para cada proceso, es cierto, pero para muchos de esos procesos, las respuestas tienen miles de años procesándose de la misma manera. Prácticamente desde que somos Homo sapiens. Estas respuestas son las referentes a la sobrevivencia. En los milisegundos que nos toma procesar cada imagen y sonido para darles un significado y valores contextuales, no tenemos tiempo de añadir los aprendizajes, atenuantes o agravantes, que hemos adquirido sobre cada amenaza.
Entonces, nuestro cerebro tomará las respuestas más rápidas, de lo que más conocemos, o nos es familiar. Para nosotros, si un ser tiene dos ojos, boca, nariz, dos manos, dos piernas y camina erguido, de primera impresión, es más familiar y por ende menos amenazante. Mientras más se aleja un ser vivo de esa descripción, más extraño y amenazante parece. Por ello no es raro que si un monstruo tiene mil ojos, ocho patas, tenazas y se arrastra, nos de miedo y de entrada nos alejemos. Así pues, las arañas, escorpiones, escarabajos, mantis y otros insectos de singular anatomía son propensas a darnos algún tipo de repulsión, nuestro cerebro está programado para ello.
Y ahora, en sentido inverso, podemos entender que mientras más se parece a nosotros, más empático nos resulta, es decir, es más fácil para nosotros «ponernos en su lugar» y tratar de sentir lo que ese ser sentiría.
A esto, viene después la suma de cómo se comporta ese animal.
Es más complicado hacer empatía con un pez, por ejemplo, porque su fisonomía y sus gestos no son tan claros para nosotros, pues no son tan similares. Después son un poco más comprensibles quizá las aves o reptiles, aunque siguen siendo diversos. El siguiente nivel son, claro, los mamíferos, la mayoría de ellos más parecido a nosotros cada vez. Los hipopótamos y jirafas, quizá son extraños, pero los ñues y las vacas ya no tanto, o los cerdos, los osos, por supuesto los simios…
Bueno, ellos quizá son menos parecidos a nosotros en fisonomía que un simio, pero después de 20 mil años de acompañarnos y criarse a nuestro lado, han aprendido a mimetizarse con los humanos muy rápido, dependiendo de las costumbres y estilo de esa persona, y de si esa relación y mimesis le conviene.
Decimos que las mascotas se parecen a sus dueños, y es cierto, no sólo por coindicencia, sino porque LO INTENTAN. Es sobre todo notorio cuando cuando ese binomio (humano-animal) realmente tienen un cariño y apego grande.
Si los alimentamos más o menos bajo la misma rutina y duermen cerca de nosotros, por ejemplo, ellos asumirán actitudes y horarios parecidos, porque es la forma que pueden ver más conveniente para vivir. Se despiertan a horas similares, algunos se estiran al mismo tiempo, se toman unos minutos para pararse de la cama, como lo hace su humano. Sus gestos se han ido acercando a los nuestros. Su capacidad gestual se ha agrandado.
Un perro tiene muchísimas más caras que un lobo salvaje, más gestos y más actitudes «humanas». Y de los gatos ni hablemos, porque estoy convencido que están a punto de desarrollar un pulgar opuesto, por la forma tan delicada y DEDICADA con la que a veces interactúan, esforzándose por lograr lo que su humano.
Y si son tan parecidos, y sus gestos son tan familiares… ¿Cómo alguien se atreve a hacerles daño?
Esa es un pregunta común cuando vemos un caso de maltrato. ¿Cómo alguien puede? ¿Cómo tiene el poco «corazón» para hacerlo?
Algo hay de cierto en esa sospecha.
Si interpretamos a «el corazón» como el conjunto de emociones que nos permiten o motivan a hacer algo (empatía), entonces sí, la persona que hace sufrir a un animal, tiene que haber roto un parte de esos lazos mentales, y eso, la aleja de la estabilidad, de la salud mental.
No es mentalmente sano ver y oír sufrir a un animal sin sentir remordimiento. Es mucho más grave cuando no sólo no se siente eso, sino que además se disfruta lo contrario.
Uno de los primeros acercamientos científicos sobre la influencia de los animales sobre nuestra psique, fue expuesto hace 30 años ya, en el libro The pet connection: Its influence on our health and quality of life, de Anderson, Hart y Hart y a partir de ahí muchos psicólogos, sociólogos y antropólogos han investigado de ida y vuelta el tema, hacia lo positivo y lo negativo. Las evidencias son muy fuertes, y en muchos estudios, atemorizantes, por el porcentaje de incidencia entre dañar animales y dañar después a un ser humano.
En lo hogares donde hay violencia intrafamiliar, y hay mascotas, el maltrato animal es elevadísimo. Entre los atacantes, asesinos o violadores adultos, el porcentaje de ellos que empezó con animales, es muy alarmante.
Para maltratar, mutilar y matar a un animal con plena consciencia de ello, se requiere desconectar un poco la parte cerebral que lidia con el BIEN y el MAL. Difuminar esa diferencia, desvanecer los elementos que nos hacen identificar al uno del otro. Cosas que ocurrirían de golpe, con un accidente y un impacto severo en la cabeza, o claro, paulatinamente con un enfermo mental de degradación orgánica.
El Profesor Arnold Arluke, en su libro Just a Dog: Understanding Animal Cruelty an Ourselves, destaca el maltrato animal en el que incurren también los acumuladores, o hoarders, para el cual debieron desconectar ciertos vínculos entre hacer el bien y dañar.
No, no es normal que un niño vea sufrir a un animal y no se compadezca. No, no necesitan experimentar. Especialmente cuando ya han explorado el dolor en si mismos, cuando ya son plenamente conscientes de lo que un golpe provoca en el cuerpo, del dolor que se siente al recibirlo (es decir, desde muy temprana edad) ya no debe ser natural que maten animales y lo disfruten.
Y sí, llevarlos de cacería, o a «espectáculos» en donde un animal sufre, es también una pésima idea, con la que quizá estarías contribuyendo al pequeño sociópata que todos llevamos dentro.
Cuidado.
Just a Dog: Understanding Animal Cruelty and Ourselves, by Arnold Arluke. Temple University Press, 2006 - 231 páginas
Animal cruelty : pathway to violence against people. Linda Merz-Perez; Kathleen M Heide. Walnut Creek, CA : AltaMira Press, ©2003.
The link between animal abuse and human violence. Andrew Linzey. Brighton [England]; Portland, Ore.: Sussex Academic Press, 2009.
Gracias Paco!!! Explicas muy claramente esta conexión… necesitamos hacernos más conscientes de esto para tomar acciones! Gracias!
Gracias a ti Tesh por participar siempre conmigo. Me llena de gusto tu opinión. Bonita tarde!
NECESITAMOS HACER UN MOVIMIENTO NACIONAL Y SE QUE APLIQUE LA LEY PARA GARANTIZAR
EL NO MALTRATO ANIMAL, SOMOS MAS LOS QUE QUEREMOS A LOS ANIMALES