No hay árbol que nazca torcido.


El libre albedrío es un arma de dos filos.

Es la herramienta moral que más nos separa del resto de las especies (porque siempre la usamos, aunque hay especies que ocasionalmente demuestran ser capaces de ir contra sus instintos también). Todo lo que hacemos en la vida pasa por un filtro de «selección», es decir, todo lo que hacemos lo decidimos hacer. Podemos incluso dejar de respirar, de comer o de dormir, si así lo queremos, aún cuando nuestro instinto de supervivencia nos dicte lo contrario.

Así, emocional o racionalmente, escogemos las cosas que vivimos, las cosas que efectuamos, que decimos o aquellas que ignoramos y a las que les ponemos atención.

Ese libre albedrío seguro ha hecho que todos los que defendemos el derecho a la vida animal nos enfrentemos, incluso en nuestro círculo más cercano (pareja, hermanos, padres),  a discusiones sobre lo que es válido y lo que no, sobre lo que está bien y lo que no.

No podemos evitar que incluso las personas que más queremos sean partícipes y simpatizantes de la tauromaquia, que se atrevan a maltratar un animal o que ignoren las conductas aberrantes de los maltratadores.

Y eso es desde que nacemos.

Este fin de semana me tocó enfrentarme con una panorama interesante, aleccionador. Un niño, parte de mi familia, fue a la estúpidamente llamada «fiesta brava» hace tiempo, llevado por supuesto por su padre, también de mi familia, cosa de la que apenas me enteré en estos días.

Cuando tuve un momento para que su padre no escuchara, aproveché para hacerle una pequeña entrevista:

«¿Te gustó ir a los toros?» -pregunté.

«Mmmm… no mucho.» –dijo él.

«¿Por qué?» -pregunté después ya con una interna sonrisa, tratando de no incluenciar su respuesta.

«Pues estaba divertido cuando el señor jugaba con el toro y toda la gente gritaba cuando se quitaba, pero cuando el toro por fin le pegó, nadie gritó. O sea, nadie le iba al toro.»

«Pues sí, casi nadie le va al toro.» Dije yo, con un halo de decepción.

«Y además me molestó cuando un hombre gordo sobre un caballo se acercó a picarlo, el caballo no podía correr por tantas cosas encima y el hombre gordo ni siquiera se bajó a pelear bien, todo fue desde lejos» Dijo, aduciendo una notable cobardía de parte del «hombre gordo».

«¿Y qué más?» -preguntaba yo, emocionado por ver que notaba la tan injusta competencia.

«Y al final creí que sí se iban a pelear uno contra uno, pero entonces el torero sacó una espada y lo mató. Eso si ya no me gustó. El toro escupió mucha sangre, temblaba de las patas y además no vino un veterinario, nada más lo arrastraron.»

Para mí sus respuestas fueron una verdadera epifanía, me llenó de esperanza notar que no lo había asimilado como algo «normal» y me llenó de ira saber que había presenciado un espectáculo que a él también le había resultado cruel y mórbido, obligado por su padre.

Voy muy poco a esas comidas familiares, así que por llevar la fiesta en paz no seguí con el asunto ni se lo platiqué a nadie en dicha reunión.

Me llevé mejor la reflexión a casa. (Después de instigar a mi primo -Ups!- a que la próxima vez que lo invitaran, le dijera a sus padres por qué no quería ir, a ver si a éstos les daba vergüenza, al menos)

No existe tal cosa como un «árbol que nace torcido». Todos se «tuercen» o «son torcidos» en algún momento de su vida. Nadie tiene por qué asimilar la muerte de otro ser vivo como algo «normal» o como algo que el hombre «tiene derecho de hacer».

Sólo bajo la defensa propia o la amenaza a nuestra vida un niño puede aceptar quizá, la necesidad de matar a un animal.

Pero a este niño, como seguramente a muchos otros, la Corrida de Toros le parecía un competencia, un juego. Creía de inicio que el hombre debía esquivar al toro, nada más, haciendo puntos, marcando «goles». Pero incluso veía la embestida del toro como algo válido, pues era al fin una competencia.

Cuando se incluyó a un animal cegado y notablemente obligado a estar ahí (el caballo), la injusticia le pareció mayor. El trabajo del «Picador» le resultó aún más cobarde y pueril. A su forma de ver, nada tenía que hacer.

Pero sobre todo, la muerte no era algo con lo que contaba de inicio. La competencia no le justificaba matar al toro… y verlo sufrir sin sentido fue aún peor para él.

Esperaba que viniera un «veterinario» (como sale un médico a revisar a cualquier lesionado en los demás deportes) y esperaba quizá una camilla, un trato digno pues, porque «arrastrarlo» le mereció un «nada más…», es decir, esperaba algo de compasión, de justicia para el competidor animal, aunque hubiera perdido injustamente.

Fue aleccionador y espero, avergonzante para quien lo provocó. (Sí, para su padre, quien ignoro si me está leyendo)

Debería ser motivo de vergüenza para cualquier adulto coherente llevar a sus hijos a ver eso, forzarlos a asimilarlo y aprenderlo. Debería ser preocupante si al ver al toro sufrir su hijo está feliz, deberían reprenderlo si lo festeja… pero no, porque ellos, adultos, en ese rubro ya son árboles torcidos, que por supuesto encuentran normal «torcer» a sus hijos también.

Mañana, adultos, no se pregunten por qué su hijo «compitió» con otro niño en su escuela, y al ganar, lo tomó de los pies y lo arrastró. No se asusten si al ver uno de esos horribles videos donde un imbécil mata un perro, su hijo ríe y brinca de alegría.

No hay tal cosa como un «árbol que nace torcido». La mayoría de las veces nuestro entorno familiar nos deja torcernos, o nos empuja a ello.

6 comentarios en “No hay árbol que nazca torcido.”

  1. err, uhmmm, O.k. Paco, este asunto de los toros es como hablar de politica o de religión, que al final nadie esta de acuerdo y se crea un enemigo. Bueno, no he tenido la oportunidad de estar en ese espectaculo, aunque por lo que veo en videos, más parece fiesta de la socialite, gente barata (perdón por ser despectivo), que solo va a lucirse, las mujeres que usan los jeans más apretados que tengan, y una blusa super escotada, los hombres lucen orgullosos camisas desabotonadas. Otros, solo van a embriagarse. Los llamados Villamelones pues dicen que nomás están de habladores. En fin, que no he notado en algún video que los niños asistan a la fiesta bruta. Y con esto concluyó que cada quien es libre de hacer lo que quiera.

    1. Concuerdo contigo, Octavio. Cada quien es libre, es el asunto del libre albedrío con el que comienzo. Y los niños quizá no son el público más frecuente, pero los hay. La foto con la que ilustro no está trucada o modificada, de hecho una de las grandes polémicas del toreo se la lleva un niño, Michel Lagravere, que desde los 9 años mata becerros en este llamado «arte».
      Creo honestamente que cuando se tiene ya la responsabilidad madura de elegir por sí mismo, ya no se puede recriminar nada, pero al obligar a un niño a asistir a la muerte de un animal por «espectáculo» se está impulsando una cosmovisión personal y egoísta.
      Afortunadamente, Octavio, el acuerdo se va haciendo mayor cada vez. Para ejemplo, la «Temporada Grande» de la Plaza México registra entradas medias y en algunos carteles, sumamente pobres; mientras que en lugares de mucha «tradición», como Cataluña, se ha prohibido la lidia de toros.
      Muchas gracias por participar con nosotros.

  2. Cualquier acción encaminada a maltratar a un ser vivo es, sencillamente, repugnante. Por desgracia, hay pocas sociedades que no convivan con la crueldad animal de manera cotidiana. Los toros son una imagen muy llamativa de esa insensibilidad, pero hay ritos y tradiciones a lo largo y ancho del planeta realmente repugnantes. Nunca podremos considerarnos civilizados mientras mantengamos estas acciones.

    http://pocoquedecir.wordpress.com/2011/04/11/leche-galletas-y-a-ti-corazon/

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