¿Y por qué amar a otras especies?


Cuando los antropólogos, geólogos o cualquier estudioso de la historia del planeta hablan sobre la existencia de la tierra, la vida o el hombre, generalmente se refieren a cifras que contemplan los millones de años.

Sin embargo, algunos cálculos proporcionales han llevado a trasladar, a manera de ejemplo, la existencia de nuestro famoso tercer planeta a un lapso de 24 horas.

Es decir, si la tierra hubiese comenzado con el primer segundo de un día y nosotros estuviéramos, justo ahora en las 12 de la noche en punto, al final de ese mismo día.

De tomar esta proporción, estaríamos diciendo, por ejemplo, que la vida surgió a las 3 de la mañana, como organismos simples, unicelulares.

Hacia las 5 de la mañana comenzaría el origen de las plantas, es decir los primeros organismos fotosintéticos y hasta la 1 de la tarde, aparecerían los primeros organismos que respirarían propiamente aire.

A las ocho y veinticuatro de la noche aparecen los organismos pluricelulares y a las 9:18, los primeros peces.

De ahí comenzaría la darwinista evolución, aparecerían los anfibios a las 10 de la noche y los primeros mamíferos al 5 para las 11. Los primeros simios aparecerían hasta las 11:50.

¿El primer hombre? Sólo hasta las 11:59 de la noche en punto.

Es decir… el hombre, la especie que evolucionó lo suficiente para formular preguntas y respuestas, lenguajes, herramientas y arte, ha existido en esta tierra durante un minuto de todo un día. Y en algún punto de ese minuto… comenzó a olvidar su origen.

En ese lapso el hombre se desarrolló, domesticó a otras especies, a las que separó de si mismo denominándolas “animales”, aprendió a usarlas para su beneficio y a alimentarse prácticamente de todas ellas.

Y después… una gran parte de esta pobladísima especie humana… comenzó a dejarlas de amar.

Su mente adoptó lo que conocemos como Especieísmo, centrando la existencia del Planeta entera en sí mismo. Es decir, sin mí, la tierra y las demás especies no tienen razón de existir.

Truculenta la mente del hombre, le hizo entonces creer que era amo y señor de la vida misma. Que podía disponer a capricho de la vida de todas las demás especies. Y peor aún, que podía justificar esta acción con su razón, con su ventajosa inteligencia. Lo vio como un derecho de especie. Un derecho divino.

Cuando comenzamos este reportaje, nos preguntábamos como hablar del por qué amar a los animales.

Conforme avanzamos en nuestra investigación, nos dimos cuenta de algo más importante. ¿Por qué aprender a hacerlo, primero? ¿Por qué y para qué amar a otras especies, si somos nosotros la especie que confronta los problemas y soluciones? Si somos nosotros los que sustentamos el girar de este planeta.

Y al tratar de respondernos, entendimos que no se trataba de profesar amor o amistad a otras especies. Hablábamos de mar y ser amigos de nosotros mismos.

Muchos estudios han demostrado que la ausencia de la especie humana en cualquier zona del mundo, implicaría una lenta pero constante recuperación de los ecosistemas. Las especies animales recobrarían número, las plantas se multiplicarían y alimentarían a unos, que a su vez y en su ciclo, alimentarían a otros.

Sin embargo, la ausencia de otras especies en nuestro planeta, está significando una fuerte crisis de equilibrio natural.

Es decir: sin nosotros, las demás especies sobreviven. Sin las demás especies, nosotros no.

Al “hacerles el favor” de amarlas y cuidarlas, estamos amando y cuidando una gran parte de nuestra existencia.

Es como cuidar nuestro estómago, aunque sintamos que el cerebro es el que controla todo. Es cuidar las piernas, aunque sean los ojos los que nos permiten ver el camino.

Amar a las demás especies, o respetar su vida, al menos, es hacer nuestra parte para que futuras generaciones no tengan problemas más serios, como escasez de recursos, falta de alimentos, aguas contaminadas por microorganismos que solían controlar los peces, plagas de insectos que controlaban ciertos reptiles… etcétera.

Enseñar a nuestros hijos desde el inicio de su vida la importancia de amar a los demás serés vivos, es enseñarles a cuidarse a si mismos, amén de lo que además, representa para su desarrollo emocional.

Un niño capaz de pisar “bichos” sin compasión, puede sentirse omnipotente, poderoso, casi “dueño” de esa vida. Después matar un ratón no será tan difícil… un conejo… un perro pequeño… un toro… un león… un elefante… otro ser humano.

Sin ser extremistas o trágicos, realmente la sensibilización hacia la vida comienza con los pequeños organismos.

La vida de cada especie es tan compleja y requiere de tantos elementos en exacta confluencia, que desaparecerla de un balazo o un golpe es brutal, absurdo, pueril.

Amar a otras especies, es sin duda, el primer paso efectivo para convertirse a la postre, en una mejor persona.

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